El piso mil by Katharine McGee

El piso mil by Katharine McGee

autor:Katharine McGee [McGee, Katharine]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2016-04-23T04:00:00+00:00


AVERY

Avery recorrió el pasillo a trompicones y soltó una maldición al tropezar con un bot aspirador. Respiraba entrecortadamente, casi sin aliento. Sabía que no debería haberse ido tan pronto de la fiesta que ella misma había organizado, pero de ninguna manera podía quedarse más tiempo.

Bastante horrible había sido ya ver cómo se besaban Atlas y Leda. Había dejado a Watt con la palabra en la boca y se había refugiado en la sala adyacente, donde le había pedido a un camarero que le llevase una bandeja de chupitos atómicos —necesitaba algo más fuerte que lo que contenían las burbujas—, y se había tomado unos cuantos ella sola. A continuación, temblorosa, había reunido a las demás chicas para la sorpresa de Eris. La cual se había saldado con otro desastre.

Mal que bien aún estaba consiguiendo apañárselas cuando Leda había aparecido de la nada para contarle que, ¡sorpresa!, se había acostado con Atlas. Después de aquella noticia, los últimos vestigios de autocontrol que le quedaban a Avery habían quedado hechos añicos.

Ahora estaba en casa. Entró corriendo en la cocina, abrió de golpe la puerta y bajó de un tirón la escalera. El elaborado moño alto se le deshizo con la sacudida. Empujó la trampilla y salió a la azotea, con los nervios peligrosamente crispados.

Se avecinaba un diluvio, Avery lo presentía. El viento, que comenzaba a arreciar, se llevó la última horquilla de su pelo recogido y le pegó el vestido al cuerpo. El aire olía intensamente a lluvia. Avery se apoyó en la barandilla. Sus pensamientos formaban un torbellino desenfrenado en su mente, presionando con tanta fuerza contra las paredes de su cráneo que temió que le fuese a estallar la cabeza.

Un halcón posado a cierta distancia, en la barandilla, volvió sobre ella sus ojos de color azabache, con curiosidad. Avery lo vio desplegar las alas y remontar el vuelo. Sintió una inesperada afinidad con el ave, que se elevaba por los aires entre estridentes chillidos, como un animal salvaje. Deseó ser capaz de seguirlo directamente al encuentro de la tormenta que se avecinaba.

—¿Avery? —sonó la voz de Atlas a su espalda.

La muchacha comprendió, aterrada, que se había dejado la trampilla abierta. Pero el temor de Avery fue reemplazado de inmediato por una perversa oleada de alivio: Atlas no se había ido a casa con Leda.

—¿Qué es esto? —preguntó él, caminando con paso vacilante hacia Avery.

—La azotea.

Atlas asintió. El hecho de que no hubiera mostrado reacción alguna ante su sarcasmo atestiguaba lo borracho que estaba.

—Deberíamos volver abajo.

—Vete tú. A mí me gusta estar aquí arriba.

Atlas la miró.

—Espera —dijo lentamente—, ¿ya habías estado aquí antes?

Avery no respondió. Dejó vagar la mirada por la oscura línea del horizonte.

—¿Cómo has descubierto esto, Avery?

La muchacha se encogió de hombros.

—Por casualidad, ¿vale?

Seguía estando enfadada con él por haberse acostado con Leda, aunque sabía que no era justo.

—Deberíamos llamar a mantenimiento y pedirles que lo sellen.

Avery giró sobre los talones para encararse con él, mientras el pánico le oprimía el pecho.

—¡Ni se te ocurra! ¡No tendría adónde ir!

—¿A



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